Todos los miércoles, entre cinco y siete y media, doy clases de español a una niña de siete (no, no, que desde el sábado tiene ocho) años; una de esos milagros de la globalización que con seis años ya hablaba en dos idiomas y con ocho se comunica en cuatro. Del mismo modo todos los miércoles, entre cuatro y cinco y media, me devano los sesos en busca de una forma de presentar otro de los tediosos temas que intento enseñarle, una actividad divertida y fácil pero lo suficientemente educativa como para que su madre no piense que cada semana una extraña se sienta con su hija durante dos horas para que ella tire el dinero a la basura.
Eva es delgada, de pelo rubio oscuro y gafas con moldura verde. Tiene cara de niña tímida y reservada, de esas que prefieren pasar el día con su imaginación ante la posibilidad de meterse en una sala llena de gente, aunque luego de tímida no tiene nada. Le gusta el ballet, su gran orgullo hace dos semanas era el maillot lleno de tules rosas que le habían regalado por Navidad. Siempre va vestida de rosa. Rosa con rayas, rosa claro, rosa fucsia, rosa con verde, solo rosa. Tiene tres estuches, todos llenos con lápices y rotuladores de diferentes marcas, y una carpeta de Barbie donde guarda una carpeta de plástico donde mete todas sus fichas de español (esas por las que yo me devano los sesos cada miércoles una hora antes de llegar a su casa). Es chiquitita, o al menos a mí me lo parece, tampoco tengo mucho con lo que comparar, y estoy completamente convencida de que, cualquier día, en uno de nuestros tira y afloja o en una guerra de cosquillas, le voy a romper la nariz, el brazo o las dos cosas.
Tiene la misma capacidad de concentración que Dory, así que dos de cada tres veces que conseguimos hacer algo me veo interrumpida por mi propia voz, seria, adulta, una voz que asusta, que intenta imponerse mientras dice algo así como “Eva, sabes que no me gusta que hagas estas cosas, enciende la luz. Ya.” Cuando se cansa de rellenar fichas con dibujos que no entiende y normas ortográficas que le importan menos que nada, se levanta, coge uno de sus CDs de Cantajuegos -conoce de principio a fin más canciones de las que yo he escuchado en mi vida- y me mira con cara de cordero degollado “¡solo una, solo una! Pleaaase” y yo, que en esos momentos me planteó quién de las dos estará más aburrida, intento negociar, hacer uso de razón con ella, establecer tratos que sé que no va a cumplir y por los que sé que daré mi brazo a torcer. Me hace mucha gracia cuando baila: dios sabe cuántas veces habrá visto esas grabaciones horribles de adultos vestidos de niños que conoce al milímetro. Se pone de pie en la esquina de la minúscula habitación, al lado del equipo de música, mira al infinito y repite los pasos, siguiendo la letra de mala manera y moviendo las caderas de un modo infinitamente más gracioso de lo que yo pueda alcanzar a describir con palabras.
Eva tiene días buenos y días malos. En los días malos, trabajar con ella se hace insufrible y me pregunto si, francamente, merece la pena intentarlo. Más de una vez he querido marcharme antes de tiempo, me he preguntado cómo explicar a su madre que me puede dar la mitad del dinero, o no darme nada, pero que yo me voy y ya volveré en otro momento. En los días buenos, me escribe notas cariñosas, me regala inventos de papel y me dice cosas como que cuando está conmigo se pone contenta. Supongo que, de alguna forma, compensa. Muchas veces, mientras ella escribe con mi ayuda y yo le corrijo una K que ha puesto donde en castellano se utiliza una C, me quedo mirando su ceño fruncido, su cara de enfado, y pienso en su comentario, “no está bien”, y me planteo qué hago allí, si corregir el tercer idioma de una niña de siete años (ocho, desde el domingo tiene ocho) o si intentar que aprecie, que valore lo que hace, que deje de martirizarse porque no consigue representar las tres dimensiones en un papel tan bien como quisiera. Opto por la segunda, pensando en quién cojones soy yo para introducir pedagogía en la vida de nadie cuando salgo del lugar del que salgo, e intento animarla, intento que entienda, que vea, que comprenda.
Ir a casa de Eva todos los miércoles me da una pereza tremenda. Me da pereza caminar durante media hora y pasarme dos horas más discutiendo sobre por qué no podemos estar con la luz apagada. Me da pereza preparar hojas y hojas de actividades tontas, de juegos que no le interesan a ella, aprenderme canciones que me suponen un dolor de muelas y luego escucharlas en modo repetición durante diez minutos y sin paradas, baile incluido –lo menos, estaré haciendo ejercicio. Pero luego Eva viene y me mira y sonríe, y se ríe de si misma y de mis actuaciones teatrales que intentan conseguir que entienda el significado de aburrirse o de estar triste, y se da cuenta sin que yo se lo diga de que no se escribe “tijene” o de que la conjunción es i griega y no “i normal”. Es tierna y traviesa y me agota. La detesto y me encanta. Es parte de mi rutina y también me saca de ella.
Es Eva.